La crisis más larga y demoledora de la democracia

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Como gigante con pies de barro, el estado del bienestar empezó a desmoronarse hace ya seis años porque sus pilares se habían construido sobre una ilusión: el dinero fácil, sustentado en la especulación inmobiliaria alimentada por los bancos.

«Nos hemos gastado el dinero que no teníamos y ahora debemos devolverlo». Así de escueta y simple es la definición que da de la crisis un adolescente de 13 años. La cosa se complica cuando intentamos averiguar por qué lo hicimos.

Lo barato sale caro

Los expertos fechan el inicio de la crisis en septiembre de 2008, con la quiebra de la compañía estadounidense de servicios financieros Lehman Brothers. Pero, ya en 2007, se apreciaban señales de lo que se nos venía encima. Por entonces, el dinero costaba muy poco. El tipo de interés que las entidades financieras nos cobraban por el dinero que pedíamos prestado era tan bajo y lo teníamos que devolver a tan largo plazo que provocó un gasto excesivo en familias y empresas, sobre todo en Europa y EE UU. Quien más quien menos quería comprar una vivienda y, a pesar de su alto coste, las condiciones de los créditos hipotecarios invitaban a endeudarse.

Los bancos y cajas suponían que el precio de las propiedades inmobiliarias seguiría subiendo, por lo que eso, que los economistas llaman activos, se consideraba un valor seguro. Muchas entidades y organizaciones, como Lehman Brothers, jugaron casi todas sus cartas en este sector. Concedieron créditos a cualquiera que los solicitase al margen de su solvencia, su capacidad de devolver el dinero prestado. Así nacieron las hipotecas subprime y los denominados activos tóxicos.

Mientras que los precios de suelo y vivienda crecían sin control, también empezaron a subir los del petróleo y alimentos básicos. Los propietarios de las subprime, aquellos que tenían un mayor riesgo de impago, tuvieron que decidir si comían o pagaban la hipoteca. Decidieron comer.

Los bancos se llenaron de propiedades inmobiliarias tan rápido como se quedaban sin liquidez, sin dinero. Esto les obligó a solicitar préstamos a otras entidades. Sin embargo, no se fiaban los unos de los otros y se cerró el canal de crédito, lo que supuso un frenazo en la marcha de la economía mundial.

Reacción en cadena

El sector de la construcción fue el primero en alimentar la bolsa de parados; pero a él le siguieron muchos otros hasta pasar en España de una tasa de desempleo de en torno a un 8,5% en el 2007 a más de un 27% en el 2013; es decir, de 2 a 6 millones de parados. A mayor paro, menor consumo, menos ingresos para las empresas, menos sueldos para los trabajadores, menos aportaciones a la hucha común (cotizaciones al Estado)… E, inevitablemente, más gasto público: pago de prestaciones por desempleo, ayudas, Planes E del gobierno Zapatero, rescate a los bancos durante el mandato de Rajoy…

El Estado español acudía a los mercados financieros a por un dinero que le salía carísimo debido a la alta prima de riesgo, esto es, los inversores no confiaban en que pudiera devolverlo y cobraban enormes intereses. Total que a la gran deuda privada se le sumó la deuda pública. Y, con ello, volvemos a la definición del principio: «nos hemos gastado el dinero que no teníamos y ahora debemos devolverlo».

En fin, con esta breve semblanza he querido dar una explicación comprensible incluso para adolescentes de por qué nos vemos cómo estamos. Ahora Rajoy dice que hay signos de recuperación, pero hasta que no se vea claramente en nuestra maltrecha microeconomía, yo sigo estando al borde del abismo.

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Por qué no me sirven los libros de autoayuda

ImagenMe he pasado la vida intentando ser feliz, fuerte, libre, asertiva, sociable y buena persona. Pero no lo consigo. No dejo de sentirme insatisfecha por algo que no sé qué es. Nada es bastante, nada suficiente.

Nunca he tenido oído musical, así que, cuando era joven, me obligaba a escuchar horas de música clásica para «hacer oído»… sin éxito. Cuando me saturaron las colecciones que compré de tanto escucharlas y se me rompieron las copas de vino de tanto usarlas, renuncié a lo de educar el oído sin siquiera haber logrado educar el paladar. Me dije, «vale sigo sorda como una tapia y no sé diferenciar un Ribera de un Rioja, pasemos a otra cosa».

En el trabajo, era ambiciosa; currante como la que más, eso sí, pero ambiciosa, quería triunfar y demostrar lo mucho que valía. Y casi lo consigo, por los pelillos se me escapó. La verdad es que no iba mal hasta que la crisis me pasó por encima. Me gustaba mucho lo que hacía, aunque me dejé la salud en ello. Lo bueno del paro es que ya no necesito Orfidal para dormir, porque tengo horas en el día para echar un sueñecito, aunque el Escitalopram sigue siendo un buen compañero. Ya contaré en otro momento a qué me dedicaba, aquí solo quiero decir que me llenaba mi trabajo… pero no del todo.

En mi familia, tengo todo lo que se puede pedir: un marido al que quiero y que me quiere; dos hijos encantadores y buena gente (un poco distraído uno y acelerado el otro, pero los dos con un corazón enorme); y dos perrillas con el mismo carácter que mis hijos. Pero, paso los días esperando algo que no acabo de ver.

Y en esta búsqueda de eso que me falta para sentirme completa, me he apoyado en varios libros de autoayuda a ver si ahí estaban las respuestas a las preguntas que todavía no había formulado. Me decía una amiga: «lo malo de los libros de autoayuda es que te ves reflejada en todo lo que dicen». No es mi caso. Yo veía reflejada a mi jefa, a mi madre, a algunos conocidos; pero no a mí. Me buscaba en ellos y tampoco me encontraba.Tengo tendencia a hacer lo contrario de lo que me dicen. Por eso los libros de autoayuda no me valen. Discuto con ellos como algunos discuten con la tele. No me sirven más que para criticarlos y ya me he cansado de la callada por respuesta.

Y esta es mi última opción: escribir en un blog. Es poco probable que la gente lo descubra; incluso, si alguien llega hasta aquí, es menos probable que le interese leer lo que escribo. Pero yo me desahogo y mantengo la esperanza de que, aunque poco probable, no es imposible que haya alguien al otro lado de la pantalla con la que compartir experiencias.